Nunca Menos

martes, 13 de octubre de 2009

Un cuentito, un mensaje


ENTREVISTA CON EL CAUDILLO
por Guillermo Pilía


H —¿Falta mucho para que el coronel me atienda?
El secretario lo mira y él se siente un hombre insignificante, hundido en un sillón demasiado blando; por momentos teme o quiere desaparecer; pero aprieta en su bolsillo la carta de don Leopoldo y cobra nuevas fuerzas para preguntar, sin sonrojarse:
H —¿No sabe si falta mucho?
S —Apenas salgan los estibadores —le contesta desganado—. Hay problemas con los estibadores; y son cosas que sólo las puede arreglar el coronel.
Vuelve a hundirse en el sillón. Hace mucho que espera. Puede contar las baldosas una vez más, buscar arrugas en la camisa del secretario, seguir con la mirada el vuelo de una mosca pegajosa; o recitar de memoria la tabla de elementos: siempre le gustó la química; y la literatura. Ensaya con las baldosas, y cuando está por la mitad de la tabla periódica se siente afortunado, porque ve salir a los estibadores, y detrás de ellos a ese hombre de gestos campechanos, el rostro iluminado por una amplia sonrisa. El hombre despide a los estibadores con apretones de manos y palmadas. Es el mismo que ha visto en algunos periódicos y hasta en noticieros de cine: el coronel.
P —¿Usted me espera? —le pregunta.
H —Sí, mi coronel —responde—. Vengo de parte de don Leopoldo.
P —Pero pase a mi despacho, mi amigo —lo anima el militar.
El coronel se sienta ante un escritorio de madera oscura; en medio tiene un juego de tinteros con una estatuita de bronce de un herrero martillando sobre una bigornia; a un costado, una lámpara. El coronel juega con un abrecartas: se lo apoya en la palma de la mano y después borra con el pulgar el punto rojo que le deja el estilete.
H —La carta de don Leopoldo —dice extendiéndosela.
El coronel despliega la carta y sonríe. El hombre siente que ya vivió ese momento. Después descubre que es sólo el recuerdo de una noche, muchos años atrás, en el casino de oficiales de El Palomar; del otro lado del escritorio no estaba el coronel, y la carta que presentaba era de Ricaldoni.
P —Este Leopoldo… —sonríe el coronel— ¿Sabe, mi amigo? Yo respeto mucho a Marechal…
El coronel lo observa por encima del papel. Lo ve como un hombre insignificante, vapuleado seguramente durante años por los territorios de la injusticia, pero poseedor de una fuerza espiritual desbordante, casi prepotente. El otro también lo mira y piensa que tiene poco de militar, salvo el pelo rapado y renegrido y ese mentón poderoso; espera que el coronel termine la carta.
P —Usted dirá. Nuestro amigo poeta escribe que necesita hacerme dos pedidos...
H —Sí, mi coronel. Si fuera posible.
P —Hable, hombre.
H —Necesito trabajo, mi coronel.
P —Bien —asiente—. Trabajo no se le niega a nadie. Ya hablaremos de eso. ¿Qué otra cosa?
H —Deseaba pedirle por dos amigos que están en la cárcel.
P —Eso ya es más difícil, porque algo habrán hecho para estar allí, ¿no? —el coronel entrecierra los ojos cuando sonríe— ¿Quiénes son esos amigos?
H —Uno se llama Enrique Irzubeta; nos conocemos desde los catorce años; éramos inseparables; después lo perdí de vista hasta que otro amigo de la adolescencia me informó que estaba preso por falsificar un cheque. El segundo, El Rengo —se detiene para tragar saliva, o tal vez para observar si el coronel hace un gesto de desagrado—, es la persona más pura que he conocido; era como mi padre; y está preso porque yo lo traicioné...
P —Bueno, bueno —balbucea el coronel—. Al menos es usted un hombre sincero. Porque lo que dice es terrible. ¿Piensa que puedo ayudarlo después de lo que me ha referido?
H —Don Leopoldo me ha animado diciéndome que todo hombre, por cretino que sea, tiene posibilidades de redención. Si usted puede sacar a El Rengo de la cárcel, a mí no me importaría que me buscara para hacerme purgar mi traición...
P —¿Y el otro? ¿A ese Irzubeta también lo traicionó?
H —No, no lo traicioné. Enrique ya llevaba desde chico la cárcel adentro. Como una enfermedad congénita, o como un destino, ¿me entiende?
El coronel sigue jugando con el abrecartas mientras lo escucha. En realidad no sabe bien por qué lo escucha. Intuye que don Leopoldo desconoce los antecedentes de ese hombre al que ha recomendado de buena fe. Pero hay algo que lo obliga, tal vez el saberse la última tabla de salvación de ese náufrago de la existencia, o el convencimiento de que la confesión y el arrepentimiento redimen de la culpa.
P —Supongamos —el coronel mueve las manos con aire sacerdotal— que yo pudiera hacer algo por sus amigos. No digo que pueda hacerlo, pero en el supuesto de que sí, ¿usted se sentiría redimido?
H —Sí, mi coronel.
P —Y si yo no hiciera nada por ellos, ¿su gesto no sería igualmente valioso? Es jodido, perdone la expresión y la franqueza, traicionar a un amigo. Pero me parece intuir que ese Rengo, traicionado o no, iba a terminar a donde está. Usted se ha arrepentido ya de lo que hizo y está intentando reparar el daño. Pero es la Argentina la que ha sido lastimada, a la que han falsificado, a la que han traicionado. Y los que lo han hecho tampoco han tenido el valor de hacerse cargo, como usted lo ha tenido. Ahora, fíjese, es como si tuviéramos que fundar otra vez el país. ¿Qué haría usted, mi amigo, por una Argentina nueva?
H —Trabajar, mi coronel —responde sin vacilación.
P —¿Y en qué trabajo se sentiría útil?
H —No pretendo nada, mi coronel. He vivido mendigando hasta ahora. He trabajado en una librería de la calle Lavalle, en una papelería, unas semanas en la Escuela de Aviación, varios años en la Patagonia... Me gustaría trabajar con máquinas...
P —Eso puede arreglarse —sonríe el coronel—. Pero yo pensé que me iba a pedir otra cosa. Don Leopoldo dice que usted es escritor. ¿Qué está escribiendo?
H —Una novela, mi coronel —contesta el hombre orgulloso—. El protagonista es alguien que existió; murió hace un par de años; otro escritor: alguien a quien le gustaban los inventos y las ciencias ocultas; alguien que tuvo que luchar contra todo para abrirse un camino; un escritor para quien escribir era un lujo, porque no poseía rentas, ni tiempo, ni empleos oficiales, pero que solía decir: "El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo". Quizá se llame Los trabajos y los días —el coronel escucha esas palabras como si el hombre estuviera hablando de política, no de novelas—. Se llamaba Arlt, Roberto Arlt. El protagonista de mi novela. ¿Lo conoce?
El coronel niega con la cabeza, pero tratando de sonreír. Tiene una sonrisa sincera, llena de luz y de pan. Después se levanta, y el hombre también. Caminan hacia la puerta del despacho mientras el coronel le dice:
P —Vamos a ocuparnos de su asunto. Voy a pedir informes sobre Irzubeta y El Rengo, pero no le prometo nada. Respecto al puesto, yo le aviso por don Leopoldo. Pronto la Argentina va a llenarse de fábricas, y seguramente usted podrá ganarse la vida manejando alguna máquina.
H —Gracias, mi coronel.
El militar presiente que ese hombre ha tenido en la vida muy pocas oportunidades de dar las gracias. Le da un apretón de manos y lo sigue con la mirada hasta que desaparece por el pasillo. Después entra al despacho con el secretario.
P —Por hoy fue bastante —le comenta— ¿Qué le parece el que se acaba de ir?
El secretario hace una mueca con la boca:
S —¿Silvio Astier? Un vago, mi coronel. Como salido de una novela. Creo conocer bien a los de esa clase: con el pretexto del arte andan por los ministerios pidiendo que los mantengan. Con gente así no vamos a ningún lado, mi coronel.
El coronel lo mira con un esbozo de lástima. Piensa que el alma de un traidor es seguramente más honda que la del que siempre obedeció órdenes; que hay cierta grandeza en buscar la redención al precio de ventilar las propias miserias; que han sido necesarias muchas generaciones de inoperancias y despilfarros para que las calles estén llenas con hombres como ese Silvio Astier que acaba de irse.
P —Muchas veces dijimos que hay que construir un país, ¿no? —le recuerda al asistente.
S —Eso decimos siempre, mi coronel.
P —Y bueno, mi amigo: un país se levanta con los mismos elementos con que mis paisanos de Lobos levantan sus ranchos. Ocúpese de Astier, por favor.
El coronel ya va por el pasillo cuando el secretario lo detiene:
S —¿Con qué materiales se levanta un rancho, mi coronel?
P —¿Cómo? —sonríe— ¿Usted es argentino y no lo sabe?
El otro se encoge de hombros. El coronel se demora deliberadamente antes de contestar:
P —Con barro y bosta, compañero.

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